Cultura Política
Chile tuvo fama mundial por la cultura política de su gente en otros tiempos. A pesar de su aislamiento geográfico, llegaron hasta acá las corrientes de pensamiento que dieron origen a importantes transformaciones políticas y sociales en siglos pasados. Siempre, también, hubo chilenos patiperros incidiendo en el pensamiento global, al menos desde la independencia.
Un país culto, informado, conectado con las ideas en el mundo, con una ciudadanía que leía el diario, pensaba y participaba. Nuestras elecciones siempre fueron “ejemplo de democracia y civismo”. Un país extraordinariamente integrado de Arica a Magallanes en lo político. Habría sido imposible llamarnos Chile sin la noción compartida de república.
Resulta increíble pensarlo en una tierra tan larga y tan diversa en geografía, identidades y expresiones, en una época en la que no había internet, ni las carreteras que hoy existen, ni los vuelos en avión. Sólo a inicios del siglo XX el ferrocarril logró unir buena parte del territorio, dando origen a los trenes de la victoria, los trenes de la alegría, los trenes de la solidaridad, los trenes de los trabajos voluntarios… Trenes que ya no existen.
Lo primero que sucedía en un barrio, en un pueblito o en cualquier comunidad, era la organización, el elegir presidente, secretario y tesorero. Juntas de vecinos, sindicatos, centros de padres y apoderados, clubes de leones, rotaries, centros de alumnos, sociedades de socorro mutuo, cooperativas, partidos políticos, centros juveniles, comunidades parroquiales, agrupaciones del comercio y la industria, jubilados, feriantes, suplementeros, lustrabotas… todos nos organizábamos. Ahí radicaba la cultura política. Chile era una red de organizaciones con una cultura, un modo de ser, una identidad. Allí los partidos políticos daban la batalla por las ideas y de allí capturaban las emociones y los sueños de la gente. Allí se vivía el sentido común, el bien común, el privilegio de lo colectivo.
Tal vez las dificultades geográficas, los terremotos, los diluvios, los temporales, las sequedades del desierto, las nieves, las gigantescas montañas, los ríos correntosos, la fragmentación en los archipiélagos, las furibundas salidas del mar, la pobreza, las desigualdades, la interminable escasez de recursos para hacer lo que fuese, las distancias, la falta de caminos… tal vez todas esas cosas nos agruparon para afrontar juntos la vida. Y eso fue dando origen a la cultura política. Y más allá, ésta es la raíz de la cultura misma, sin apellido. Una identidad chilena compuesta de muchas identidades, de muchas culturas y modos de ser.
Política cultural
Por cierto, en Aysén se constituye una identidad a partir de la lejanía y del frío. Como se constituye en Atacama a partir del desierto más árido del mundo. Del mismo modo en la Araucanía y en los valles centrales. En esa diversidad, en Chile fue capaz de encontrarse, unido por un sentido mayor, aquello que llamábamos patria, esa noción emotiva-subjetiva de pertenencia esencial. Aún con músicas, literaturas, cuentos, representaciones y cosmovisiones diferentes.
La política se olvidó de esto y dejó de ser parte de la cultura. La política ha abandonado a las identidades, a los grupos , comunidades y personas. No al revés. Porque la gente sigue viviendo su pasado, su presente y su futuro. Y se siguen declarando chilenos.
La cultura ha sido abandonada por la política en estas décadas de modernidad. Sin embargo, Chile sobrevive con sus identidades. Ante la más mínima amenaza emerge de nuevo lo que llevamos en el trasfondo de nuestra alma: la necesidad de agruparnos, cooperar, salvarnos juntos o morir juntos en los desastres; vivir juntos las fiestas, los funerales, los triunfos y el amor. Valparaíso reciente es un botón de muestra.
En esa acción de ser se expresa la cultura cotidiana; la cultura entendida como todo aquello que nos da identidad y nos cohesiona en lo cotidiano: la comida de la señora Pepa, el pan amasado de la tía, las sopaipillas de la vecina, la indiferencia en el Metro, el triciclo de don José, el camión del Pancho, lo que denominamos buena educación y mala educación, la televisión que tenemos, el saludo del portero, la cultura política, el gesto del cabo de carabineros, los choritos con limón en la caleta Tortel, la lengua en el Hoyo, la despedida de soltero, el pago del piso, los sueños que nos mueven, la pobreza, la riqueza, la celebración en Plaza Italia, la marcha por la Alameda, el cantor callejero, la reunión de los compañeros de curso, el tejido de las artesanas, las palomitas de Melipilla, el grafitti en el muro, el café compartido, el verano en Reñaca y Cartagena, el mariscal en La Cholga Pituca.
Todo es cultura. Una política cultural acertada podría crear futuro con todos y volver a cohesionar democráticamente a la sociedad chilena, hoy tan dividida y fragmentada.
Desde estas identidades o culturas han surgido los principales valores del arte en Chile, profundamente unidos a nuestras raíces. El arte comprendido como las manifestaciones estéticas más sublimes y trascendentes de una cultura. Así, por ejemplo, han brillado en el mundo nuestros referentes de la música, la literatura, la pintura, el teatro, la danza, el cine. Por nombrar sólo algunos exponentes de lo que denominamos arte nacional: Enrique Soro, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Violeta Parra, Claudio Arrau, Víctor Jara, Andrés Pérez, Manuel Rojas, Patricio Manns, Roberto Parra, Nicanor Parra, Luis Advis, Pedro Lobos, Francisco Coloane, Roberto Matta, Nemesio Antúnez, Roberto Bravo, Ramón Vinay, Mario Toral, Alejandro Jodorowsky, Raul Ruiz, Patricio Guzmán.
Una política cultural trascendente podría cambiar y mejorar la vida misma, vale decir, lo cotidiano, a través del fomento y multiplicación de las expresiones más sublimes de nuestro espíritu e identidad.
Editorial publicada en teatro-nescafe-delasartes.cl en junio de 2014.